viernes, 12 de junio de 2015

Galardonado en el Premio Ensayo
de Gente de Letras

OLGA OROZCO: 
IMPRESIONES EN SEPIA

Por Manuel Ruano


Fue hija de una estirpe de la poesía argentina. Más allá de los cenáculos literarios, de las capillas poéticas y el tráfico deliberado de los elogios, se la estigmatizó con frecuencia dentro del surrealismo o cierto encuadre del neorrealismo, y hasta se la vinculó dentro de alguna secta esotérica. Ante aquella primera vinculación, su respuesta a mis preguntas, era categórica: “Con el surrealismo, lo que tengo tal vez en común, es una actitud ante la vida y probablemente, el parentesco de algunas imágenes oníricas. Nunca he realizado la asociación libre ni la escritura automática. Si tal hecho ocurriera, es posible que desembocara, no en el poema, sino en la plegaria.”

En cuanto al neorrealismo, su poesía se definió siempre en una connotación universal hacia el lado oscuro de las cosas, en imbricaciones oníricas que responden a la existencia. En este tópico, cuando alguna vez le pregunté sobre esa sensación de estar observando el conjunto de la sombra, sin vacilar respondía: “Claro que sí… Porque la poesía es una catarsis que a un mismo tiempo pone en limpio muchas cosas, ya que también es un modo de conocimiento. Aparte de ser una crítica de este yo y este ahora, amplía los límites y embellece de alguna manera la existencia. A veces, uno se abandona a las sombras, para ver que trae la sombra… Mi poesía está bastante cargada de “esa cosa oscura”, de lo onírico, de lo que no es la Tierra Firme. Inclusive a través de la creación. Hay veces en que uno tiene bastante temor cuando se hunde muy profundamente, cuando se sumerge para asir lo que es casi inasible, de no regresar a la superficie; porque el hilito con que uno queda unido a esta realidad es demasiado débil…” En cuanto al aspecto esotérico, su escritura casi obsesivamente apunta a eso. Es un desafío permanente. En el poema Olga Orozco, ya lo adelanta, al decir:

Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí
/ igual que en un espejo de sonrientes praderas.
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.” (1)

Pero Olga Orozco, tenía un comportamiento animista en su cotidianeidad. La magia, la religión, el significado de los sueños, la vida después de la muerte, eran manifestaciones espirituales que prevalecieron en su existencia y en su escritura poética como una llama viva: “A los 13 años me enseñó a leer el Tarot una señora llamada Felicitas Puñi, que le hacía los sombreros a mamá. Era alguien que evidentemente tenía otros poderes. Mamá nos mandaba a veces a buscar un sombrero, una cinta, un velo o alguna otra cosa, y yo iba con la mucama. Esa señora me encontró algo especial y me enseñó a echar las cartas. Una vez fui con una de mis hermanas, que volvió aterrada, porque decía que Felicitas me había hecho levitar a veinte centímetros del suelo. Entonces se acabaron las cartas, Felicitas y los sombreros. Con el tiempo descubrí el Tarot al pasar por un negocio, lo compré, y recordé enseguida los valores de las cartas. Las eché durante mucho tiempo, a los amigos exclusivamente. Una noche tuve un sueño muy malo, poco tiempo después de esa lectura que conté al comienzo, y dejé de echarlas. Soñé con un anfiteatro en el que había un juez –un santón de la India- que me estaba juzgando. En las graderías había gente de todos los tiempos. Había, por ejemplo, un griego, un togado romano, un soldado medieval, una dama renacentista, una monja de cualquier tiempo, y empezaban a ponerse de pie y a inculparme por las promesas que les había hecho en otras vidas, a través de las cartas, y que no se habían cumplido. En el momento en que el juez levantó la mano –yo sabía que era para bajarla y condenarme-, di un grito desesperado. El sueño era horrible, porque además era color de vísceras, color de hígado. Yo sueño en colores, pero aclaro que no creo que sea ningún privilegio sino un signo neurótico.” (2)

La magia, es verdad, se había instalado en su casa por todos los rincones. En el modo en que disponía sus zapatos para que sus pasos no se trabaran, en la manera en que preparaba sus comidas para prodigarle beneficios a sus amigos, en las negras y turbulentas imágenes que dejaba correr con el agua hacia el desaguadero y hasta en la intención de felicidad que enviaba a la distancia soplando colores prodigiosos.

En un trabajo que publiqué en 1976, en mi columna “El trayecto de lo imaginado”, en un Suplemento Cultural de un diario caraqueño, la señalaba como “Heredera directa de la consagración del sol sobre la tierra”, por esa escritura poética “cargada de criaturas cósmicas, de hechizos eternos, de costumbres perdidas, de olvidos traídos a la luz, de soledades temibles y paraísos espléndidos”, lo que para muchos exégetas de su obra, era ya su Pitonisa inobjetable. Me refería, por supuesto, a la selección realizada por el poeta venezolano Juan Liscano. (3)

Remembranza

Ella decía que era como un pez, porque lloraba mucho. Lloraba con horario. Lloraba sin horarios. Lloraba entre horarios. Y también lloraba a contra-reloj. Muchas fotos en sepia sabían de eso y era una verdadera tragedia, porque ocupaban como criaturas vivientes sus instantes. Eran como floreros con flores disecadas que habían absorbido sus lágrimas. Y esa manía de amante trágica, se acentuó repentinamente a la muerte de su esposo, Valerio Peluffo, del que hablara siempre en presente, desconsolada por la pena de confesarse en los rincones de la casa. Y para eso existen las ventanas, claro, para ver en el más allá como una médium osada. Y un hermoso y panorámico ventanal en la sala de recibo, desde donde se ve esa parte luminosa de Buenos Aires tan de barrio norte y tan de una señora con el dolor a cuestas. Con todo, había un cortinaje interior que entretejía menudamente otras penumbrosas sensaciones de condolencias pasadas, de envejecidas historias que sólo la poesía puede redimir desde una inagotada tristeza:

Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí
igual que en un espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.”(4)

En su memoria (como una casa antigua de imágenes calladas) sobrevivía la infancia, pero no como una alegoría difunta, sino con la estridencia de una muchachita sensible que ve las cosas que pasan a su alrededor: ella era una enana que no había acabado nunca de crecer.

Así se lamentaba y contemplaba a sí misma. El mundo era otra cosa que desde hacía siglos, quizás desde antes que su padre viniera de Sicilia, manejaban los adultos. ¿Cómo deberían llamarse esas páginas que la abuela le contaba y que ella inexorablemente iba guardando en el fondo del almacén de los recuerdos? Ahí, sí, se iban forjando por primera vez las divinidades menores y mayores de su zodíaco personal. Por eso volvía a reclamarle a su madre en su hogareña Toay que volviera contar su historia. Así arrancaban muchas de sus reclamaciones en sus poemas, por una pregunta. Y así, también, se desarmaban sus ritos, sus metamorfosis, sus esperanzas, su doble visión del mundo.

Alguna vez, tuve la sensación de caminar casi en puntas de pie por esas habitaciones de la calle Arenales. No quería despertar a nadie, ni tampoco perturbar alguna presencia dormida de su panteón familiar. A veces, como pidiéndole permiso a las sombras de aquellos sus fantasmas que en silencio me miraban. La pequeña Olympia, era su máquina de escribir que permanecía como testigo mudo de sus confesiones. En ese pequeño espacio dialogaba con las criaturas que habitarían sus oráculos. La escritura, es verdad, viajaba por un túnel imaginario en el que estaba Dios de director de orquesta, con gato y todo.

Muchas veces, al visitarla, experimentaba una sensación de huésped secreto con el raro privilegio de compartir una intimidad en todo su esplendor y en cada una de sus facetas.

Sus pensamientos (se llevó esa sensación) eran líquidos y armónicos a un tiempo, lo sé, en el que fluían iluminados escenarios como peces dorados que nadan llevados por una corriente que va directa al magneto mayor de la existencia. O sea, Dios. Lo que se llama una cosmogonía verbal. Amparada de rituales domésticos, de visitas acostumbradas, de amistades contradictorias que muchas veces alimentaban su compañía. Algunas veces fui testigo de gente que sin ningún aviso, interrumpía la fluidez del diálogo mantenido desde hacía algún rato. Y las voces variaban la capacidad de silencio en estentóreos relámpagos verbales. Es decir, lo que podría llamarse una manera de diluir el tiempo, en el maridaje de la luz y la sombra. Así es Piscis, me dije, la gente de Neptuno. Navega en vez de caminar...

Por eso, ella lloraba a tiempo. Lloraba a destiempo. Y el tiempo, como la encarnación de un dios Cronos pagano, litigaba en su sacrificio. Desafortunadamente, el tiempo se adueñaba de todo. Entonces, lo sé, lloraba porque ya no había tiempo...

Pero aparte de enana, ella era ciega. Y se desdoblaba en Lía para ver el sol en la otra oscuridad. Así emanaban sus nostalgias en muertes insepultas que ahogan el corazón, como si el corazón fuera la piedra de toque de la inocencia que se hunde en las profundidades. Plegada en la obediencia, incrustada en lo visible y en lo invisible de un laberinto del adiós. Así te encuentras, como la exorcizada Olga en naufragios tenebrosos que, al fin de cuentas, son los preámbulos de la iniciación. ¿Cuántos pliegues había en su interior que pudiera alarmarse al menor soplo, a la menor de las tormentas que reportara el sentimiento herido de los días que fueron quedando en un álbum de fotografías?

Sí, el mundo tallaba su nombre en cuarzos duros, en granito tatuado de ensoñación...


La tinta en el tintero

Cuando se entra en la atmósfera de sus poemas, enseguida se tiene la sensación de una presencia esotérica de las cosas que la inspiran y que compartían con ella esa especie de religiosidad, tanto simbólica como mística de las historias que le sucedían a diario. Esa sensación, ella la revela al confesar cómo realizaba sus poemas. Y en esto, se aferra a la diversidad. A las distintas formas de instrumentalizar el nudo onírico, como decía Mallarmé. Entonces, dice, predice, acerca de cómo la iniciada se propone realizar su escritura: a veces de una imagen que se presenta; otras, de una música; y muchas más, de una imagen exclusivamente visual, sin palabras. Generalmente –diría-, surgen al comienzo y casi inmediatamente como una contraparte, al final, en el medio, hasta llegar a no sabe qué tembladeral, porque va a tener que recorrer un itinerario que ni sabe hacia dónde va ni por qué, ni en qué laberinto va a tener que entrar para desembocar en ese lugar que está ya fijado. Entrañablemente destinado. Su poesía estaba cifrada de milagrosidad. Contrastaba con el lado oscuro de la vida. Había algo de castigado ángel caído que se obstina en su situación y que le cuesta alcanzar la altura. Sus imágenes poética no admiten términos medios: son contrastantes y luminosas. Van hacia la inmensidad de lo más alto o hacia el precipicio más negro. Blake la adoptaría en su concepto de eternidad como enamorada de las obras del tiempo. ¿Qué hubiera exclamado al leer estos versos del poema de Ahora brilla otra vez:

Sube, sube, fulgor,
Entreabriendo algo más la sustancia opresiva de noches sobre noches,
Como si aprovecharas toda mi oscuridad para existir.
Quizás sea una brasa que enterré,
Una gran quemadura sofocada por las separaciones y la lejanía,
Y ahora será un nombre, una mirada, algún beso que vuelve,
Que atraviesa como una incandescente cicatriz el espesor de mi destino.”(5)

Y es ahí, que, enseguida, como retomando el pensamiento anterior, concluye en un pensamiento que a la vez es técnica y artificio literario que no dejaba de tener en cuenta: “Nunca paso de la primera línea a la segunda si no está en claro la primera y no la tengo de manera casi definida. Corrijo después. Como te imaginarás, tengo montones, montones de correcciones sobre cada línea. Sobre cada fragmento de palabras. De allí que con la palabra primordial, inicial, la que dio origen al texto es como si quisiera encontrar la unidad perdida. Y, justamente, lo que no se agota nunca esa búsqueda de la unidad perdida, y detrás de ella quizá esté Dios. Una busca siempre esos elementos inasibles, porque Dios está de una manera permanente; pero a veces lo que uno siente es la presencia de esa ausencia. Con esto quiero decirte que yo busco la presencia de Dios como si quisiera dibujarlo, y no creo que lo encuentre jamás de ese modo. Aunque esa búsqueda es permanente. Eso explica tu “silencio y soledad” para escribir, como has señalado una vez en una entrevista a Clarín: “Sí, necesito silencio y soledad. Como en los saltos mortales del circo o como en los trances de la hipnosis, cualquier intromisión inesperada de ruidos o personas puede atentar contra la integridad de una vida sumida en esos momentos en las mayores profundidades y unida a la superficie tan solo por un hilo.”

Podría decirse que para Olga, la experiencia poética tenía un sentido doble: lograba la totalidad de la imagen, pero se detenía en el instante hasta lograr el oráculo. Para ella la palabra era la constatación de un elemento. La maravillaba la idea de detener el paso del tiempo y de acomodar el espacio con su herramienta metafísica, la poesía: “…yo escribía por mi curiosidad, por mis terrores, mis ansiedades o misterios, en fin, por todo lo que bordea lo trascendente.” Podría conjeturarse, entonces, que “la poesía es la religión original de la humanidad”, tal como decía el poeta romántico Novalis. Traigo a colación esto, dado que entre los rasgos que conforman su poesía se hallan presentes en el mito, la magia y una dimensión de sonambulismo lúcido, que, tal vez, sería mejor llamar surrealidad…

Pitonisa de horóscopo quincenal

A mediados de la década de los años sesenta, Olga escribe una columna de horóscopo para el diario Clarín de Buenos Aires, en colaboración con una amiga suya, María Julia Onetti, que firmaban indistintamente con el pseudónimo Canopus.

Canopus, según su propia confesión, es una estrella de primera magnitud en el firmamento. Lo que quiere decir que está ubicada en la constelación de Quilla, que está situada a noventa y ocho años luz de la Tierra. Es decir, que Canopus tiene una doble designación, tanto para el oráculo como para la frecuente orientación de las naves espaciales de los científicos modernos. De ahí esa nomenclatura.

Sentía remembranza por esa experiencia y se sentía muy complacida al contar sobre algunos casos en particular, de señoras que buscaban a sus maridos o novias postergadas que lloraban por el hombre que las engañó y cosas por el estilo. La profecía ejercía en ella un ánimo de espontánea clarividencia que parecía afirmarse más aún, en el tarot y en otras disciplinas ocultistas, tal como la practicaban los surrealistas franceses.

Algo que le causaba mucha gracia, entre una multitud de oficios desempeñados durante su existencia, fue la de actriz de radioteatro. Su voz grave, que imponía respeto y alimentaba expectativas en los radio estelares, era la voz de un personaje que denotara severidad y hasta maldad… O sea, que personificaba, casi siempre, a la mala del radioteatro, como quien dice. La bruja, la madre, o cualquier otro personaje que inspirara severidad en el radioescucha. En un poema famoso, Cartomancia (de Los juegos peligrosos), dice:

¿Quieres saber quién te ama?
El que sale a mi encuentro viene desde tu propio corazón.
Brillan sobre su rostro las máscaras de arcilla y corre bajo su piel la palidez de todo
solitario.
Vino para vivir en una sola vida un cortejo de vidas y de muertes.” (6)



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Notas:
(l) Las Muertes, Olga Orozco, Losada, Buenos Aires, 1951
(2) Ibídem.
(3) Travesías, Antonio Requeni, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1997, pág.160
(4) Veintinueve poemas, Olga Orozco, Selección de Juan Liscano, Monte Ávila Editores, Caracas, 1975.
(5) Con esta boca, en este mundo, Olga Orozco, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1994

(6) Olga Orozco: Obra poética, Estudio y Selección de Manuel Ruano, Editorial Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2000, pág.56  

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