jueves, 20 de mayo de 2010

Distinguido


Manuel Ruano ha recibido, por partida doble, dos galardones literarios,

el pasado 12 de mayo en el Centro Cultural Borges.
Propiciado por Metrovías, el autor de No son ángeles del amanecer

(Ed.De los Cuatro Vientos, Buenos Aires, 2010)

fue distinguido por un texto perteneciente a su novela (inédita)

Escorpiones del Mar Dulce y otras espejerías.

El autor se presentará en La Dama de Bollini, Pje. Bollini 2281 (entre

Melo y Peña), Buenos Aires, el día sábado 5 de junio de 18hs. a

20hs., en un espacio organizado por AIAP (Asociación de interacción

Arte y Psicoanálisis) en una retrospectiva de su obra literaria,

tanto poética como narrativa. Lás páginas que se publican

a continuación corresponden a dicho certamen literario:


HISTORIAS DEL MAR DULCE

Por Manuel Ruano

Abuelo Gonzalo había nacido en Málaga, por los años de mil ochocientos setenta y tantos. Y llegó a Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre (como él solía decir) en 1910, justo para el centenario de la Nación. Fue seminarista, hasta que se escapó con la idea de hacerse torero y recitador de coplas. Pero su deambular lo llevó al norte de África para ejercer distintos oficios, entre ellos, el de carpintero, chofer, restaurador de cuadros, prestidigitador y escritor (según supe después) de cartas de alquiler para legionarios analfabetos.

Una vez en América, se dedicó a pulir muebles y a cultivar una profesión muy especial: la de amaestrador de pájaros. Como era de suponerse, no abandonó nunca su bohemia; pero sí, se metió en otros negocios más rentables, que, en cierto tiempo, le hicieron amasar una considerable fortuna. Porque, según tengo entendido, entró en el negocio de las curtiembres e invirtió algún dinero en eso y en comprarse su primer automóvil, un Chevrolet a bigote, con los bordes cromados, que brillaban como una moneda de plata. Además, tenía la manía de hacerme bromas cuando, repentinamente, al llegar a una esquina de nuestro paseo, me decía:

-Si el auto que dobla ahora es un cabriolé, ganas tú... Pero si es un tranvía, gano yo...-, aseguraba. Y el que venía, seguro, era un tranvía, y ganaba él. Hasta que una tarde de esas, descubrí su picardía. La maniobra estaba en el cable aéreo, que se movía mucho antes que el carromato hiciera su aparición.

Parte de nuestro acostumbrado itinerario, era llegar a una pajarería a ver los cardenales, las cotorras y los canarios más lindos del mundo. Alguna vez, salimos de allí con una pajarera en la mano, creyendo llevar un canto. O el sueño de un canto. Pero era inevitable, con el abuelo Gonzalo, el canto nos llevaba a nosotros.

Aquellos eran días de verano. Así que los trayectos al Club Social y Deportivo "Cancha Rayada" (que el abuelo fundó con otros andaluces como él), iban a ser imprevisibles. En este punto, vuelvo a mi diario: "El abuelo jugaba muy bien a los dados. Tal es así, que mientras agitaba con picardía el cubilete, canturreaba por lo bajo coplas para darse ánimo; y era ahí cuando hacía gesto de volcar su aliento sobre los dados, con la secreta esperanza de darse suerte, echándolos sobre el mármol como cristalitos en bruto, que parecían abroquelarse en su autoridad, ante los contendores. Entonces don Gonzalo, ya era el dueño de la situación”.

No sé cuándo ni en qué preciso momento alguien nombró el pirulí y la cuculí, cuando se hablaba de mujeres. Y hasta pude darme cuenta que también se guiñaban el ojo con mordacidad e irreverencia. Y en algún momento, no faltaba un zafado que probaba, dándole un codazo al que tenía al lado, la contundencia de su malicia:

-¿Y vos, pibe, que sabés del pirulí?-.

Entonces, intimidado por la pregunta, enseguida levantaba los hombros y hacía un gesto de no saber. Me sumía en una actitud inescrutable que podría confundirse, acaso, con la timidez del silencio o el silencio de la timidez, que el abuelo cómplice entendía y, enseguida, me asomaba en la idea de que mejor era ir a la biblioteca del primer piso, a ver un libro de flora y de zoología de la América Septentrional.

No sé si fue ahí, pienso, donde recogí la primera versión de la almotrana y la catarbeta, o fue pura invención mía de palabras-plantas, de palabras-pájaros; porque desde aquellos días, se quedaron fijas en mi pensamiento como reveladoras de una extraña sabiduría. Una conocedora vocación por las rarezas, se diría, que empezó a enmudecer a los bromistas y aterrorizar a la maestra en clase, ya que todos, decididamente, parecían desconocer esas cosas. Eran "conocimientos" que yo explotaba hasta el cansancio, y me daba una situación de preferencia en el colegio. Por eso inventé aquello de la almotrana y lo atribuí a las generalidades de una planta poligonácea que crecía en África, donde había estado supuestamente el abuelo cuando la legión. En cuanto a la célebre catarbeta, la cosa fue diferente; porque yo mismo la dibujé en el pizarrón como a una especie parecida a la cacatúa amazónica, prácticamente desconocida. Creando, a partir de ahí, mi primer apócrifo, con apelativos y fuentes de datos que nunca existieron; libros inconseguibles de bibliotecas ignotas que parecían salidas de la boca del abuelo. Lo aprendí a decir con tanta naturalidad, con tanta elocuencia, como contaba aquellas historias de los pasadizos del viejo Buenos Aires colonial. Tal noticia, era para los chicos, catacumbas inexpugnables, pozos de la muerte, paredes dobles, para traficar con esclavos y hacer desaparecer, como por arte de magia, a los enemigos de la colonia. ¿Qué tal?... Porque algunas de aquellas galerías, habían sido mandadas a construir por los frailes (según don Gonzalo), para comunicar la iglesia con el convento de las hermanas.

A mí me dejaban maravillado las historias del "Cancha Rayada", el club de esos inmigrantes nostalgiosos. Y por largo tiempo me deslicé por aquellos cuentos de viejos locos, con sus fabulaciones y consejas. Y algo quedó de los pirulís, las almotranas, las cuculíes y las catarbetas, como criaturas que habitaban el mundo de las cloacas y los desaguaderos.

Hay una historia clandestina de amoríos que juré no decir nunca. Y yo jamás pensé en aguarle la fiesta al que era padre de mi padre. ¡Qué diablos!

sábado, 8 de mayo de 2010

Novedad editorial

Manuel Ruano firmando ejemplares de su libro de cuentos
No son ángeles del amanecer, Ed. De los Cuatro vientos,
Buenos Aires, 2010, en la 36º Feria del Libro.


Este libro ha sido distinguido
en el Premio Eduardo Mallea,

de Novela y Cuento, del Gobierno de la Ciudad,
en el año 2004