jueves, 4 de marzo de 2010

Los dandys:


DE MI ICONOGRAFÍA
Por Alejandro Sawa

«Plantez un saule au cimetière.»
De Musset.

En estos días rientes de la maga Primavera, todos los enamorados en París, dos a dos —¡oh, inefable y cándido misterio!—, ofrendan a Musset flores y preces, flores de los jardines y preces del corazón, cálidas como epitalamios.

Murió, en efecto, un día de mayo de hace cincuenta y un años. «Yo soy el poeta de la juventud», decía. «Debo morir en la Primavera.» Y al extinguirse, las musas y las mujeres lloraron como en los días en que, con Pan, se fueron los postreros dioses de la tierra.

Tengo el modelo ante los ojos de mi deslumbrada memoria: un gran Musset, en los tiempos heroicos de su adolescencia, recostado sobre un diván —yo no puedo concebir de pie y erguido a ese poeta— y envuelto en la túnica de Manfredo; pero no acude a mi imaginación, con la generosidad de otras veces, el sentido lineal y cromático de la figura que me propongo dejar estampada aquí —y eso me desespera, porque Musset es una de las más evidentes figuras de mi museo interior...

Yo lo veo moralmente con dos rostros, bicéfalo, como un monstruo asiático: la cara plácida e iluminada por un sol de Atenas, de los días buenos, y luego, en los días malos, en los días de niebla y de alcohol, la cara fatal de un maldecido que purgara en la tierra crímenes que, por lo horrendos, no pudieran decirse.

Hay el Musset adolescente y el Musset de la decadencia: el primero, que fue un creador divino, del que Sainte-Beuve pudo decir: «Nadie, al primer golpe de vista, producía como él la impresión del genio adolescente», vivió sólo diez años: todas sus obras líricas y dramáticas las levantó antes de los veintisiete años; el segundo, que fue un destructor sataníaco, vivió diecisiete. Y a mí se me antoja más interesante el Musset de la derrota que el del triunfo porque siempre he creído a Lucifer más propio de la oda que al ángel bueno que guarda la entrada del Paraíso.


Con un joven dios ha sido frecuentemente comparado. Y yo añadiría que con un joven dios de las viejas teogonias nordiales. Era un efebo rubio, azul y blanco: en jaspe, oro y mármoles policromos para el basamento debería ser tallada su estatua. Jorge Sand, su inmortal amada, lo conoció, así, en aquel esplendor. Su amor, obra fue de un deslumbramiento. Quedó cegada ante aquel magnífico ejemplar de la gracia cuando se transforma en criatura mortal. Y, herida de muerte, sangró lágrimas toda su vida.


Es curiosa la correspondencia en que la autora de Elle et lui platica con Sainte-Beuve de aquellos sus amores. Hay una carta, la primera de la serie, que alumbra con luz intensa una de las más lóbregas emboscadas del destino, que yo sepa; concluye así: «Después de haberlo meditado, pienso que sería mejor que no conduzcáis a casa a Alfredo de Musset para presentármelo. Es demasiado dandy para mis gustos, y creo que no llegaríamos a entendernos nunca. Más que interés es mera curiosidad lo que me inspira» (marzo de 1833).

¿Coquetería, quizás, de hembra que huye por el solo gusto de ser alcanzada?


Pero el mal azar quiso (¿y por qué no el índice bueno del destino, puesto que a ese momento inicial debemos La noche de Octubre, entre otras composiciones soberanas?) que se encontraran algún tiempo después en una comida de la Revue des Deux Mondes, y al día siguiente Jorge Sand escribe a Sainte-Beuve, su misericordioso confesor, anunciándole sin ambages que es querida de Musset y que puede decirlo así a todo el mundo.

Estos amores de Musset quemaron y agotaron toda su sensibilidad moral y artística. En la historia de la mayor parte de los hombres el amor es sólo una anécdota; pero aquí es una vida: una vida de pie y entera, una vida en toda su extensión, porque Musset sólo fue hombre y poeta mientras amó; luego el cuitado pudo asistir a los propios funerales de su genio. Un día, las gacetas de París anunciaron que Jorge Sand y Alfredo de Musset habían ido a pasar una temporada en Italia; otro, poco tiempo después, que el poeta se encontraba enfermo y agonizante en Venecia; luego, que Musset había regresado solo y viudo, en plena vida, de la mujer que había asociado a su destino. Y se hizo la noche, desde el momento aquel, en la vida del mísero; una triste y larga noche, sólo alumbrada por las livideces, como espectrales, del alcohol ardiendo en el fondo de las poncheras, las noches en que Baco el velloso recibía triste consagración, como en los días idos de la Grecia agonizante.

Como en las obras de enredo, el drama de Venecia tuvo más de dos personajes: un doctor Pagello, ante cuya armazón física no se mostró esquiva, a lo que parece, Jorge Sand, representó en él una acción preponderante.

De Pagello es esta frase monstruosa, que he visto impresa al pie de una carta dirigida a Jorge Sand: «Il nostro amore per Alfredo.»

Pero Musset, estaba cansado de aquellos amores de fiera desleal: su ilusión había quedado en Venecia tumbada en el fango, con las alas tronchadas.

Y no consintió ya nunca jamás abrirle las puertas de su corazón, frío y hórrido como una fosa abandonada, a la enamorada pecadora.

Fue en vano que llamara, que implorara, que rugiera, que amenazara. Musset estaba cansado y desangrado.

Ella le escribió: «No me ames, puesto que dices que no puedes, pero acéptame a tu lado y luego golpéame si quieres; todo lo prefiero a tu indiferencia.» Y, encarándose con Dios mismo, le decía:
«¡Ah, devolvedme mi amante, y yo me tornaré devota y yo desgastaré con mis rodillas las losas de las iglesias!»



Llegó a más: uniendo el gesto a la palabra, se cortó un día la magnífica cabellera, que era el más lucido prestigio de su belleza, y se la envió a Musset, como ofrenda bárbara a un Dios implacable y cruel; otra vez la encontraron tendida ante la puerta del ídolo, como una muerta, atravesada en el umbral, como un perro también que aguarda a su amo.

No pudo ser.

Y de allí en adelante la vida de Musset no fue sino una monótona exposición de horrores: luego vino la impotencia de escribir, cuya causa no le era desconocida, pero contra la que no podía reaccionar. Como asistía al desastre de su ser día por día, hora por hora, es seguro que vivió embrujado por la tentación del suicidio todo lo largo de su postrero trayecto mortal. El demonio del alcohol había hecho presa en sus entrañas y ya no le soltó hasta su muerte. Vivía aislado, raído de tedio. Y llegó a no figurar en el movimiento literario de su país, como si efectivamente hubiera muerto.

Heine dijo: «Musset es tan ignorado por la mayoría de Francia como podría serlo un poeta chino.» Sus breves amores con la Malibrán parecieron reanimarlo momentáneamente pero cayó de nuevo en más hondas y definitivas desesperanzas.

El glorioso efebo que Jorge Sand había amado, y que Grecia hubiera ungido de flores, se trocó en un hombre frío y altanero y —fuerza es decirlo— antipático: él mismo lo reconoce en carta dirigida a uno de sus escasos amigos de la última etapa: «Me he mirado por dentro y por fuera, y me pregunto si bajo este exterior rígido, mal encarado e impertinente, poco simpático, en fin, no hubo primitivamente un hombre de pasión y de entusiasmo, un hombre a la manera de Rousseau.»

definitivamente el 1 de mayo de 1857; murió diciendo: «¡Dormir, quiero dormir!»Alfredo de Musset murió


Bueno es dejar estampada aquí la suprema ironía de que al día siguiente sólo veintisiete personas asistieron al sepelio. Y pienso yo, al evocar este recuerdo y el de Poe y el de Baudelaire —sagrado tríptico—, que de entonces acá todas las apoteosis mortuorias son injustas y sacrílegas. Verdad es también que no se celebran funerales en nuestra baja tierra cuando alguna estrella deja de arder en el firmamento...

La preocupación fija de todo intelectual cuando rinde sacrificio —¡divino sacrificio!— a Baco consiste en dominar al potro salvaje, en manejarlo como a corcel de circo, en hacer ver que la voluntad y no el alcohol es quien dibuja el gesto y combina el alfabeto decisivo de la acción.

¡Vanidad de vanidades! No hay fuerza humana que iguale al poder expansivo de la pólvora, ni voluntad que no se disuelva —¡la miseria!— en el ácido de la uva fermentada.

Sin embargo, Dionisos es, con tanto imperio, creador como Júpiter o Apolo. Las más bellas acciones de la vida, ¿no han surgido de un sueño, del sueño de Alguien?


Hoy mi situación de alma es la de un hombre que está en capilla para ser ejecutado al día siguiente: cumplen mañana plazos improrrogables de mi vida, y no sé cómo darles cara. Yo me desangraría y me haría descuartizar y vendería mi carne a pedazos, si en ello viera medicina para mis males. Yo me desangraría y me haría descuartizar, sobre todo, por evitarme el oprobio de, hoy como ayer y mañana como hoy, tener que solicitar del azar lo que por fatalidades de mi sino el trabajo no ha querido concederme. Pero es baldía la protesta. Y como todos los desgraciados, rezaré preces a la Casualidad, a ver si me salva...

Lord Byron en el cine

LORD BYRON

(1788-1824)

George Gordon Noel, más conocido como Lord Byron, nació el 22 de enero de 1788 en Londres (Inglaterra). Era hijo del capitán John Byron y de su segunda esposa Catherine Gordon of Gight.
En 1798, tras el fallecimiento de su tío abuelo William y de su padre, heredó el título de barón Byron.

De mediana estatura, constitución más bien gruesa y una cojera de nacimiento, el joven George estudió en la ciudad escocesa de Aberdeen hasta los diez años.
Con su enfermera May Gray se inició tempranamente en la sexualidad.

De vuelta a Inglaterra, se instruyó en la Escuela Harrow, enamorándose de su vecina Mary Chaworth.
Con posterioridad acudió a la Universidad de Cambridge, en donde sus encuentros sexuales fueron muy numerosos.
Por esta época dio inicio a sus viajes por el sur de Europa, visitando países como España, Italia, Albania, Grecia y Malta.

Sus primeros escritos poéticos publicados se recopilarían en el volumen "Horas de Indolencia" (1807), que sería vapuleado por los críticos. El joven barón respondió con la sátira "Bardos ingleses y críticos escoceses" (1809).

En 1812 publicó "Las peregrinaciones de Childe Harold" (1812-1818), la primera entrega de sus recuerdos poéticos sobre sus viajes por el continente europeo.
Ese mismo año inició una relación amorosa con Lady Caroline Lamb. Un año después su acompañante sería su hermanastra Augusta Leigh.
En el año 1814 apareció uno de sus libros más populares, "El corsario".

En 1815 se casó con Anna Isabella Milbanke, pero poco tiempo duró el enlace, ya que tras concebir una hija llamada Ada, la pareja terminó separándose en 1816.

Ese mismo año, harto de las críticas por sus apegos bisexuales y escándalos, Lord Byron dejó su país para siempre y se marchó a Ginebra (Suiza) con su médico y secretario particular, J. W. Polidori.


Más tarde se trasladó a Venecia y Pisa (Italia), en donde

escribiría "Manfred" (1817), "Beppo" (1818), "Mazeppa" (1819) y, entre otros libros, "Don Juan" (1819).

En Pisa y en el año 1822 creó "The Liberal", un periódico fundado junto a Percy B. Shelley y Leigh Hunt.

Falleció en plena lucha por la independencia de Grecia contra los turcos, cuando contrajo unas fiebres en Missolonghi que acabaron con su vida el 19 de abril de 1824. Tenía 36 años.
La vida y obra de Lord Byron le consagran como uno de los principales baluartes de la literatura romántica, con el protagonismo de un melancólico héroe rebelde, lleno de sensibilidad y en permanente búsqueda de emociones.

CANCIÓN DEL CORSARIO
Por Lord Byron

En su fondo mi alma lleva un tierno secreto

solitario y perdido, que yace reposado;

mas a veces, mi pecho al tuyo respondiendo,

como antes vibra y tiembla de amor, desesperado.

Ardiendo en lenta llama, eterna pero oculta,

hay en su centro a modo de fúnebre velón,

pero su luz parece no haber brillado nunca:

ni alumbra ni combate mi negra situación.

¡No me olvides!... Si un día pasaras por mi tumba,

tu pensamiento un punto reclina en mí, perdido...

la pena que mi pecho no arrostrara, la única,

Es pensar que en el tuyo pudiera hallar olvido.

escucha, locas, tímidas, mis últimas palabras

la virtud a los muertos no niega ese favor-;

amé... cuanto pedí. Dedícame una lágrima,

la sola recompensa en pago de tu amor!...