de Gente de Letras
OLGA
OROZCO:
IMPRESIONES EN SEPIA
IMPRESIONES EN SEPIA
Por
Manuel Ruano
Fue
hija de una estirpe de la poesía argentina. Más allá de los
cenáculos literarios, de las capillas poéticas y el tráfico
deliberado de los elogios, se la estigmatizó con frecuencia dentro
del surrealismo o cierto encuadre del neorrealismo, y hasta se la
vinculó dentro de alguna secta esotérica. Ante aquella primera
vinculación, su respuesta a mis preguntas, era categórica: “Con
el surrealismo, lo que tengo tal vez en común, es una actitud ante
la vida y probablemente, el parentesco de algunas imágenes oníricas.
Nunca he realizado la asociación libre ni la escritura automática.
Si tal hecho ocurriera, es posible que desembocara, no en el poema,
sino en la plegaria.”
En
cuanto al neorrealismo, su poesía se definió siempre en una
connotación universal hacia el lado oscuro de las cosas, en
imbricaciones oníricas que responden a la existencia. En este
tópico, cuando alguna vez le pregunté sobre esa sensación de estar
observando el conjunto de la sombra, sin vacilar respondía: “Claro
que sí… Porque la poesía es una catarsis que a un mismo tiempo
pone en limpio muchas cosas, ya que también es un modo de
conocimiento. Aparte de ser una crítica de este yo y este ahora,
amplía los límites y embellece de alguna manera la existencia. A
veces, uno se abandona a las sombras, para ver que trae la sombra…
Mi poesía está bastante cargada de “esa cosa oscura”, de lo
onírico, de lo que no es la Tierra Firme. Inclusive a través de la
creación. Hay veces en que uno tiene bastante temor cuando se hunde
muy profundamente, cuando se sumerge para asir lo que es casi
inasible, de no regresar a la superficie; porque el hilito con que
uno queda unido a esta realidad es demasiado débil…” En cuanto
al aspecto esotérico, su escritura casi obsesivamente apunta a eso.
Es un desafío permanente. En el poema Olga
Orozco, ya lo adelanta,
al decir:
“Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las
tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
la
humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
y
unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún
labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí
/ igual que en un espejo de
sonrientes praderas.
y
a la que tú verás extrañamente ajena:
mi
propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.” (1)
Pero
Olga Orozco, tenía un comportamiento animista en su cotidianeidad.
La magia, la religión, el significado de los sueños, la vida
después de la muerte, eran manifestaciones espirituales que
prevalecieron en su existencia y en su escritura poética como una
llama viva: “A los 13 años me enseñó a leer el Tarot una señora
llamada Felicitas Puñi, que le hacía los sombreros a mamá. Era
alguien que evidentemente tenía otros poderes. Mamá nos mandaba a
veces a buscar un sombrero, una cinta, un velo o alguna otra cosa, y
yo iba con la mucama. Esa señora me encontró algo especial y me
enseñó a echar las cartas. Una vez fui con una de mis hermanas, que
volvió aterrada, porque decía que Felicitas me había hecho levitar
a veinte centímetros del suelo. Entonces se acabaron las cartas,
Felicitas y los sombreros. Con el tiempo descubrí el Tarot al pasar
por un negocio, lo compré, y recordé enseguida los valores de las
cartas. Las eché durante mucho tiempo, a los amigos exclusivamente.
Una noche tuve un sueño muy malo, poco tiempo después de esa
lectura que conté al comienzo, y dejé de echarlas. Soñé con un
anfiteatro en el que había un juez –un santón de la India- que me
estaba juzgando. En las graderías había gente de todos los tiempos.
Había, por ejemplo, un griego, un togado romano, un soldado
medieval, una dama renacentista, una monja de cualquier tiempo, y
empezaban a ponerse de pie y a inculparme por las promesas que les
había hecho en otras vidas, a través de las cartas, y que no se
habían cumplido. En el momento en que el juez levantó la mano –yo
sabía que era para bajarla y condenarme-, di un grito desesperado.
El sueño era horrible, porque además era color de vísceras, color
de hígado. Yo sueño en colores, pero aclaro que no creo que sea
ningún privilegio sino un signo neurótico.” (2)
La
magia, es verdad, se había instalado en su casa por todos los
rincones. En el modo en que disponía sus zapatos para que sus pasos
no se trabaran, en la manera en que preparaba sus comidas para
prodigarle beneficios a sus amigos, en las negras y turbulentas
imágenes que dejaba correr con el agua hacia el desaguadero y hasta
en la intención de felicidad que enviaba a la distancia soplando
colores prodigiosos.
En
un trabajo que publiqué en 1976, en mi columna “El trayecto de lo
imaginado”, en un Suplemento Cultural de un diario caraqueño, la
señalaba como “Heredera directa de la consagración del sol sobre
la tierra”, por esa escritura poética “cargada de criaturas
cósmicas, de hechizos eternos, de costumbres perdidas, de olvidos
traídos a la luz, de soledades temibles y paraísos espléndidos”,
lo que para muchos exégetas de su obra, era ya su Pitonisa
inobjetable. Me refería, por supuesto, a la selección realizada por
el poeta venezolano Juan Liscano. (3)
Remembranza
Ella
decía que era como un pez, porque lloraba mucho. Lloraba con
horario. Lloraba sin horarios. Lloraba entre horarios. Y también
lloraba a contra-reloj. Muchas fotos en sepia sabían de eso y era
una verdadera tragedia, porque ocupaban como criaturas vivientes sus
instantes. Eran como floreros con flores disecadas que habían
absorbido sus lágrimas. Y esa manía de amante trágica, se acentuó
repentinamente a la muerte de su esposo, Valerio Peluffo, del que
hablara siempre en presente, desconsolada por la pena de confesarse
en los rincones de la casa. Y para eso existen las ventanas, claro,
para ver en el más allá como una médium osada. Y un hermoso y
panorámico ventanal en la sala de recibo, desde donde se ve esa
parte luminosa de Buenos Aires tan de barrio norte y tan de una
señora con el dolor a cuestas. Con todo, había un cortinaje
interior que entretejía menudamente otras penumbrosas sensaciones de
condolencias pasadas, de envejecidas historias que sólo la poesía
puede redimir desde una inagotada tristeza:
“Lo
demás aún se cumple en el olvido,
aún
labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí
igual que en un espejo de sonrientes praderas,
y a
la que tú verás extrañamente ajena:
mi
propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.”(4)
En su
memoria (como una casa antigua de imágenes calladas) sobrevivía la
infancia, pero no como una alegoría difunta, sino con la estridencia
de una muchachita sensible que ve las cosas que pasan a su
alrededor: ella era una enana que no había acabado nunca de crecer.
Así
se lamentaba y contemplaba a sí misma. El mundo era otra cosa que
desde hacía siglos, quizás desde antes que su padre viniera de
Sicilia, manejaban los adultos. ¿Cómo deberían llamarse esas
páginas que la abuela le contaba y que ella inexorablemente iba
guardando en el fondo del almacén de los recuerdos? Ahí, sí, se
iban forjando por primera vez las divinidades menores y mayores de
su zodíaco personal. Por eso volvía a reclamarle a su madre en su
hogareña Toay que volviera contar su historia. Así arrancaban
muchas de sus reclamaciones en sus poemas, por una pregunta. Y así,
también, se desarmaban sus ritos, sus metamorfosis, sus esperanzas,
su doble visión del mundo.
Alguna
vez, tuve la sensación de caminar casi en puntas de pie por esas
habitaciones de la calle Arenales. No quería despertar a nadie, ni
tampoco perturbar alguna presencia dormida de su panteón familiar.
A veces, como pidiéndole permiso a las sombras de aquellos sus
fantasmas que en silencio me miraban. La pequeña Olympia, era su
máquina de escribir que permanecía como testigo mudo de sus
confesiones. En ese pequeño espacio dialogaba con las criaturas que
habitarían sus oráculos. La escritura, es verdad, viajaba por un
túnel imaginario en el que estaba Dios de director de orquesta, con
gato y todo.
Muchas
veces, al visitarla, experimentaba una sensación de huésped secreto
con el raro privilegio de compartir una intimidad en todo su
esplendor y en cada una de sus facetas.
Sus
pensamientos (se llevó esa sensación) eran líquidos y armónicos
a un tiempo, lo sé, en el que fluían iluminados escenarios como
peces dorados que nadan llevados por una corriente que va directa al
magneto mayor de la existencia. O sea, Dios. Lo que se llama una
cosmogonía verbal. Amparada de rituales domésticos, de visitas
acostumbradas, de amistades contradictorias que muchas veces
alimentaban su compañía. Algunas veces fui testigo de gente que sin
ningún aviso, interrumpía la fluidez del diálogo mantenido desde
hacía algún rato. Y las voces variaban la capacidad de silencio en
estentóreos relámpagos verbales. Es decir, lo que podría llamarse
una manera de diluir el tiempo, en el maridaje de la luz y la sombra.
Así es Piscis, me dije, la gente de Neptuno. Navega en vez de
caminar...
Por
eso, ella lloraba a tiempo. Lloraba a destiempo. Y el tiempo, como la
encarnación de un dios Cronos pagano, litigaba en su sacrificio.
Desafortunadamente, el tiempo se adueñaba de todo. Entonces, lo sé,
lloraba porque ya no había tiempo...
Pero
aparte de enana, ella era ciega. Y se desdoblaba en Lía para ver el
sol en la otra oscuridad. Así emanaban sus nostalgias en muertes
insepultas que ahogan el corazón, como si el corazón fuera la
piedra de toque de la inocencia que se hunde en las profundidades.
Plegada en la obediencia, incrustada en lo visible y en lo invisible
de un laberinto del adiós. Así te encuentras, como la exorcizada
Olga en naufragios tenebrosos que, al fin de cuentas, son los
preámbulos de la iniciación. ¿Cuántos pliegues había en su
interior que pudiera alarmarse al menor soplo, a la menor de las
tormentas que reportara el sentimiento herido de los días que fueron
quedando en un álbum de fotografías?
Sí,
el mundo tallaba su nombre en cuarzos duros, en granito tatuado de
ensoñación...
La
tinta en el tintero
Cuando
se entra en la atmósfera de sus poemas, enseguida se tiene la
sensación de una presencia esotérica de las cosas que la inspiran y
que compartían con ella esa especie de religiosidad, tanto simbólica
como mística de las historias que le sucedían a diario. Esa
sensación, ella la revela al confesar cómo realizaba sus poemas. Y
en esto, se aferra a la diversidad. A las distintas formas de
instrumentalizar el nudo onírico, como decía Mallarmé. Entonces,
dice, predice, acerca de cómo la iniciada se propone realizar su
escritura: a veces de una imagen que se presenta; otras, de una
música; y muchas más, de una imagen exclusivamente visual, sin
palabras. Generalmente –diría-, surgen al comienzo y casi
inmediatamente como una contraparte, al final, en el medio, hasta
llegar a no sabe qué tembladeral, porque va a tener que recorrer un
itinerario que ni sabe hacia dónde va ni por qué, ni en qué
laberinto va a tener que entrar para desembocar en ese lugar que está
ya fijado. Entrañablemente destinado. Su poesía estaba cifrada de
milagrosidad. Contrastaba con el lado oscuro de la vida. Había algo
de castigado ángel caído que se obstina en su situación y que le
cuesta alcanzar la altura. Sus imágenes poética no admiten términos
medios: son contrastantes y luminosas. Van hacia la inmensidad de lo
más alto o hacia el precipicio más negro. Blake la adoptaría en su
concepto de eternidad como enamorada de las obras del tiempo. ¿Qué
hubiera exclamado al leer estos versos del poema de Ahora brilla
otra vez:
“Sube, sube, fulgor,
Entreabriendo algo más
la sustancia opresiva de noches sobre noches,
Como si aprovecharas
toda mi oscuridad para existir.
Quizás sea una brasa
que enterré,
Una gran quemadura
sofocada por las separaciones y la lejanía,
Y ahora será un
nombre, una mirada, algún beso que vuelve,
Que atraviesa como una
incandescente cicatriz el espesor de mi destino.”(5)
Y es
ahí, que, enseguida, como retomando el pensamiento anterior,
concluye en un pensamiento que a la vez es técnica y artificio
literario que no dejaba de tener en cuenta: “Nunca paso de la
primera línea a la segunda si no está en claro la primera y no la
tengo de manera casi definida. Corrijo después. Como te imaginarás,
tengo montones, montones de correcciones sobre cada línea. Sobre
cada fragmento de palabras. De allí que con la palabra primordial,
inicial, la que dio origen al texto es como si quisiera encontrar la
unidad perdida. Y, justamente, lo que no se agota nunca esa búsqueda
de la unidad perdida, y detrás de ella quizá esté Dios. Una busca
siempre esos elementos inasibles, porque Dios está de una manera
permanente; pero a veces lo que uno siente es la presencia de esa
ausencia. Con esto quiero decirte que yo busco la presencia de Dios
como si quisiera dibujarlo, y no creo que lo encuentre jamás de ese
modo. Aunque esa búsqueda es permanente. Eso explica tu “silencio
y soledad” para escribir, como has señalado una vez en una
entrevista a Clarín: “Sí, necesito silencio y soledad. Como en
los saltos mortales del circo o como en los trances de la hipnosis,
cualquier intromisión inesperada de ruidos o personas puede atentar
contra la integridad de una vida sumida en esos momentos en las
mayores profundidades y unida a la superficie tan solo por un hilo.”
Podría
decirse que para Olga, la experiencia poética tenía un sentido
doble: lograba la totalidad de la imagen, pero se detenía en el
instante hasta lograr el oráculo. Para ella la palabra era la
constatación de un elemento. La maravillaba la idea de detener el
paso del tiempo y de acomodar el espacio con su herramienta
metafísica, la poesía: “…yo escribía por mi curiosidad, por
mis terrores, mis ansiedades o misterios, en fin, por todo lo que
bordea lo trascendente.” Podría conjeturarse, entonces, que “la
poesía es la religión original de la humanidad”, tal como decía
el poeta romántico Novalis. Traigo a colación esto, dado que entre
los rasgos que conforman su poesía se hallan presentes en el mito,
la magia y una dimensión de sonambulismo lúcido, que, tal vez,
sería mejor llamar surrealidad…
Pitonisa
de horóscopo quincenal
A
mediados de la década de los años sesenta, Olga escribe una columna
de horóscopo para el diario Clarín de Buenos Aires, en colaboración
con una amiga suya, María Julia Onetti, que firmaban indistintamente
con el pseudónimo Canopus.
Canopus,
según su propia confesión, es una estrella de primera magnitud en
el firmamento. Lo que quiere decir que está ubicada en la
constelación de Quilla, que está situada a noventa y ocho años luz
de la Tierra. Es decir, que Canopus tiene una doble designación,
tanto para el oráculo como para la frecuente orientación de las
naves espaciales de los científicos modernos. De ahí esa
nomenclatura.
Sentía
remembranza por esa experiencia y se sentía muy complacida al contar
sobre algunos casos en particular, de señoras que buscaban a sus
maridos o novias postergadas que lloraban por el hombre que las
engañó y cosas por el estilo. La profecía ejercía en ella un
ánimo de espontánea clarividencia que parecía afirmarse más aún,
en el tarot y en otras disciplinas ocultistas, tal como la
practicaban los surrealistas franceses.
Algo
que le causaba mucha gracia, entre una multitud de oficios
desempeñados durante su existencia, fue la de actriz de radioteatro.
Su voz grave, que imponía respeto y alimentaba expectativas en los
radio estelares, era la voz de un personaje que denotara severidad y
hasta maldad… O sea, que personificaba, casi siempre, a la mala del
radioteatro, como quien dice. La bruja, la madre, o cualquier otro
personaje que inspirara severidad en el radioescucha. En un poema
famoso, Cartomancia (de Los juegos peligrosos), dice:
“¿Quieres saber
quién te ama?
El que sale a mi
encuentro viene desde tu propio corazón.
Brillan sobre su
rostro las máscaras de arcilla y corre bajo su piel la palidez de
todo
solitario.
Vino para vivir en una
sola vida un cortejo de vidas y de muertes.” (6)
---oo0oo---
Notas:
(l) Las Muertes,
Olga Orozco, Losada, Buenos Aires, 1951
(2) Ibídem.
(3) Travesías,
Antonio Requeni, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1997, pág.160
(4) Veintinueve
poemas, Olga Orozco, Selección de Juan Liscano, Monte Ávila
Editores, Caracas, 1975.
(5) Con esta boca, en
este mundo, Olga Orozco, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1994
(6) Olga Orozco:
Obra poética, Estudio y Selección de Manuel Ruano,
Editorial Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2000, pág.56
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