1
Sus senos eran el dominio de los demonios y los ángeles
y los muertos la desclavaban, tumultuosamente,
justificando la Gran Ceremonia del día y de la noche.
Sobre los desiertos ardientes,
en la fiesta de las hierbas arenosas,
ella daba de comer a los búhos
y se dejaba invadir por las abejas,
torre vigiladora de Dios
que detenía su relámpago.
Yo la seguía por las aldeas con el salvaje rezo del instinto.
Preguntaba a los forjadores de armas
por sus países de matanzas y prisioneros,
a los elementísimos huéspedes de las posadas
que jugaban sus mujeres por el esplendor de sus ojos,
a los hechiceros en sus carruajes incendiados,
a las dádivas cubiliteras
que buscaban en sus urnas el perfume de sus hierbas y narcóticos.
Al caer el sol, sus lamentaciones escarbaban mi dormitorio
/de sangre,
/de sangre,
su sombra me construía y destruía negándome toda esperanza,
y entonces, ni los espacios, ni los arcanos,
la podían ocultar y negar para mi presencia.
¿Debo explicarme y acaso explicarte esta ciega obediencia
a la urdidora de la noche,
a esa hembra del fuego, sierva sombría de los magos?
2
Su cuerpo era buscado por los caballeros de lo Oscuro,
y su alma por los niños.
En las altas mañanas,
las mujeres iban de una casa a otra casa
con las oraciones de su reina sagrada.
En los altares crujían los ramos
y se frotaban los animales con su salvaje menta.
Su cuerpo era el resplandor de un cuchillo hirviente en las
/fraguas domésticas,
/fraguas domésticas,
y su alma la intimidad de lo sobrenatural.
Yo la perseguía con los atavíos de acero por esas comarcas
/de nómades,
sentía el crecimiento de las plantas del desamparo
y nadie quería purificarme para entrar a la plaza de su cuerpo,
con la cólera, el placer y la crueldad
de aquel que conociendo sus costumbres y sus juegos
nunca pudo lograr su santidad ni su corrupción.
/de nómades,
sentía el crecimiento de las plantas del desamparo
y nadie quería purificarme para entrar a la plaza de su cuerpo,
con la cólera, el placer y la crueldad
de aquel que conociendo sus costumbres y sus juegos
nunca pudo lograr su santidad ni su corrupción.
Muchos dioses habían creado para ella la terraza del cielo.
Y no sabía perdonar a sus amantes de musgo
y a sus amantes de sal.
y a sus amantes de sal.
(Del libro Las pálidas esmeraldas,
Alción Editora, Córdoba, 2005)
Romilio Ribero
Córdoba 1933-1974
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